Batallas que se ganan, vergüenzas que se pierden

Sin jugar a nada, con un estilo que no será recordado y una táctica basada únicamente en cierta flor y una suerte inaudita. De poco sirve haber ganado los últimos tres títulos internacionales en juego y encontrarse ante una situación institucional envidiable, una de las mejores rachas de resultados de todos los tiempos y una plantilla de inmejorable presente y maravilloso futuro: nos cuentan que el Madrid está en crisis.

Batallas que se ganan

Hay que entender que el 2016 ha sido un año durísimo para el antimadridismo militante y sus filiales, representados fundamentalmente por el Gremio de Amiguistas Deportivos Españoles y esa RFEF y Comité de Árbitros estrechamente partícipes de la Trama Godall. No ha debido ser fácil para ellos asimilar que un equipo que hace apenas un año zozobraba entre las tinieblas provocadas por un entrenador cobarde y unos jugadores perdidos, haya sido capaz de levantarse con la sonrisa intacta y silbando un chotis. Parecía que esta vez se besaba la lona, sí, pero resulta que ese beso ha acabado incluyendo lengua y algún tocamiento.

El Madrid ha sabido hacer de la crueldad su divertimento. Donde hubo un tiempo en el que ciertos aficionados asumieron con vergüenza culpable que ganar solo era válido si se cumplía con los vacuos y venenosos estándares estéticos del enemigo, ahora se entiende que aquí nunca hubo otro estilo que no consistiese en ganar. El equipo blanco deja que se acabe la película y los malos vayan venciendo, para luego descargar la bala de la recámara en la escena postcréditos.

Así llegó el Episodio XI de la Copa de Europa, así llegó la Supercopa europea y así llegaron el empate en Barcelona y varias victorias en una Liga que pocos podían imaginar tan encarrilada a estas alturas. El campeón de Europa es el truco final, el cable rojo que se corta en el último segundo, la sonrisa en el campo de tiro. Es la desesperación del villano, siempre lo fue. El Madrid de Zidane ha aprendido a disfrutar en su solidez, a valorar la integridad y el amor propio por encima de los juicios de valor ajenos y a quererse como es. Y cuando el Madrid se quiere, el resto del mundo no puede esperar otra cosa que ser conquistado.

No es casualidad que en estos tiempos brillantes, los sainetes habituales del siempre socorrido Manual de Estilo del Periodista Neutral y Madridista Acomplejado hayan perdido lustre. Ahora es el Madrid quien planifica en base a un gasto ajustado que se apoya en canteranos perfectamente válidos como Lucas, Morata o Llorente y jóvenes como Asensio, Vallejo u Odegaard, mientras Atlético y Barcelona nos roban la educación, la sanidad, la hipoteca y hasta la Navidad con sus continuos y escandalosos despilfarros en jugadores para más inri extranjeros.

No se me asusten: el xenófobo no soy yo, sino ese gremio profesional que se pasó la última década contándonos que quién era un portugués, un croata o un brasileño para sentir los colores de un equipo español. Quizá deberían preguntarse que quienes son un culé, un atlético o unos (mediocres) entrenadores argentinos para sentar cátedra sobre un sentimiento y una institución que no alcanzan a entender por una mera cuestión no ya de ignorancia, que también, sino de magnitud. Es mucho pedir, claro.

Y así pasa que en ese extraño placer por revolcarse en sus propios excrementos y expandir aún más el sentimiento de vergüenza ajena hay que recurrir a excusas cada vez más peregrinas, esas que nos intentan hacer creer que los goles en el descuento son menos dignos que los demás y que el fútbol le debe títulos a los eternos perdedores. Uno diría que hace mucho que la imbecilidad de los sospechosos habituales dejó de ser fingida para convertirse en sentida, lo cual no sabemos si es un alivio o una tragedia.

Por todo lo reflejado, parece acertado afirmar que se ha ganado una guerra que comenzó hace ya más de un lustro y que siempre consistió en el Madrid contra el resto. Una guerra que trató de imponer un fútbol buenista y crear un equipo acomplejado, sumiso y al servicio la ponzoña informativa. Un conflicto en el que solo se pudo resistir encontrando un entrenador independiente y una estructura en la que la meritocracia se impuso al nombre, algo olvidado con demasiada frecuencia en los últimos tiempos.

Una guerra, en definitiva, en la que unos acabaron ganando algo más valioso que todos los títulos del mundo y otros perdieron definitivamente la vergüenza.

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